Es un barrio bonito, pero seguramente haría mucho frío, así que después de haber recorrido algunas de sus calles para refrescar mi memoria, me habría guarecido en el metro.
El metro siempre es un sitio gris. No importa lo limpio que esté, ni lo bonitos que sean sus carteles.
Elegiría un lugar concurrido y en breves minutos estaría de nuevo paseando por las calles de Munich, rodeado de personas ocupadas en el desarrollo de sus vidas mientras yo, público infiltrado, les observo. No tardaría el frío en convencerme de buscar un lugar donde tomar algo calentito, quizás un chocolate.
Sentado en alguna cafetería prestando atención a quién entra, a quién sale, dónde se sientan, si parecen felices por vivir allí, si parece parte de su monotonía, si están disfrutando de esa tarde, sin pretender que nadie me preste ninguna atención, bueno, quizás alguien me pregunte si la silla que está a mi lado está libre, así podría demostrarme que los entiendo, podría incluso contestar, repasaría esa conversación imaginaria para que no me pillase desprevenido.
Allí sentado, tan fuera de lugar.
Acabaría mi chocolate, regresaría al hotel evitando pensar qué ha sucedido y me tiraría en la cama a pensar qué hago allí, como si no debiera preocuparme cómo llegué y cómo voy a volver a casa.